Transitaba el fin de mi oscura adolescencia y el inicio de una oscura juventud
A la finalización del secundario, que pese a su clima opresivo estructuró durante seis años mi rutina y realidad, se sumaba el desalojo de la casa de mi infancia, abandonando barrio y caserón, nido y refugio, por un pequeño departamento prestado en el otro extremo de la ciudad.
Atrás quedaban mi entorno seguro y reducido,
y atrás quedaba mi vecina Maria Elena
a la que nunca pude decirle más que hola y adiós.
Me sentía rechazado por todo, que “ningún lado” era mi lugar, que Buenos Aires me detestaba
Y comenzar la facultad, con sus nuevas y potenciadas exigencias de integración social no resueltas, para colmo ahora en un ambiente mixto que desnudaba aún más mi torpeza.
Todo en un marco histórico opresivo y vigilado, donde “está prohibido todo, hasta lo que haré de cualquier modo”, donde ser diferente era peligroso, y el molde social único, rígido, obligatorio.
Y yo sentía que la armadura trabajosamente construida, al mismo tiempo que me protegía me asfixiaba, que la soledad era un horizonte infinito y el entorno que me rodeaba un enigma indescifrable, que mis compañeras de estudio eran una atracción irresistible y una meta inalcanzable, que el amor no se encontraba en una tabla de integrales.
Y mi espíritu torturado se hundía más y más, sin ni siquiera entender por qué, y la barrera de mi tozudez cedía ante la angustia de una vida vacía, solo sostenida por un sentido del deber hacia mi madre y los mandatos recibidos, creciendo en mi interior una voz que me incitaba a terminar con todo.
Y recuerdo claramente caminar por la avenida de altos edificios, eligiendo de cual terraza arrojarme 20 pisos para en un último salto terminar con todo.
Pero el destino me salió al cruce. Un trámite bancario, la nada misma, me llevó a cruzar la plaza de mayo una tarde de invierno del 81. Era un jueves, y en el centro de la plaza, un pequeño grupo de mujeres, ya grandes, de edad como la de mi madre o un poco más, giraban lentamente alrededor de la pirámide de mayo, en sentido contrario a las agujas del reloj, como queriendo hacer retroceder el tiempo.
Y algo, no sé qué, me llevó a acercarme a una de ellas, y preguntar que hacían.
Ella (nuca supe su nombre, ni ella el mío) me tomo del brazo con dulzura y mientras girábamos lentamente, me contó su historia, y abrió mi conciencia a una realidad de espanto y de terror.
Fue como un rayo que galvanizó mi espíritu, y todo aquello que hasta entonces me había atormentado cambió de perspectiva. Seguían estando allí la soledad, la incomprensión, el no encajar en ningún lado y todo eso, pero al lado del horror por el que pasaban estas madres, carecían del peso que me había estado agobiando.
Ya nada volvería a ser como antes, nunca. Había conocido a las Madres de Plaza de Mayo.
A la finalización del secundario, que pese a su clima opresivo estructuró durante seis años mi rutina y realidad, se sumaba el desalojo de la casa de mi infancia, abandonando barrio y caserón, nido y refugio, por un pequeño departamento prestado en el otro extremo de la ciudad.
Atrás quedaban mi entorno seguro y reducido,
y atrás quedaba mi vecina Maria Elena
a la que nunca pude decirle más que hola y adiós.
Me sentía rechazado por todo, que “ningún lado” era mi lugar, que Buenos Aires me detestaba
Y comenzar la facultad, con sus nuevas y potenciadas exigencias de integración social no resueltas, para colmo ahora en un ambiente mixto que desnudaba aún más mi torpeza.
Todo en un marco histórico opresivo y vigilado, donde “está prohibido todo, hasta lo que haré de cualquier modo”, donde ser diferente era peligroso, y el molde social único, rígido, obligatorio.
Y yo sentía que la armadura trabajosamente construida, al mismo tiempo que me protegía me asfixiaba, que la soledad era un horizonte infinito y el entorno que me rodeaba un enigma indescifrable, que mis compañeras de estudio eran una atracción irresistible y una meta inalcanzable, que el amor no se encontraba en una tabla de integrales.
Y mi espíritu torturado se hundía más y más, sin ni siquiera entender por qué, y la barrera de mi tozudez cedía ante la angustia de una vida vacía, solo sostenida por un sentido del deber hacia mi madre y los mandatos recibidos, creciendo en mi interior una voz que me incitaba a terminar con todo.
Y recuerdo claramente caminar por la avenida de altos edificios, eligiendo de cual terraza arrojarme 20 pisos para en un último salto terminar con todo.
Pero el destino me salió al cruce. Un trámite bancario, la nada misma, me llevó a cruzar la plaza de mayo una tarde de invierno del 81. Era un jueves, y en el centro de la plaza, un pequeño grupo de mujeres, ya grandes, de edad como la de mi madre o un poco más, giraban lentamente alrededor de la pirámide de mayo, en sentido contrario a las agujas del reloj, como queriendo hacer retroceder el tiempo.
Y algo, no sé qué, me llevó a acercarme a una de ellas, y preguntar que hacían.
Ella (nuca supe su nombre, ni ella el mío) me tomo del brazo con dulzura y mientras girábamos lentamente, me contó su historia, y abrió mi conciencia a una realidad de espanto y de terror.
Fue como un rayo que galvanizó mi espíritu, y todo aquello que hasta entonces me había atormentado cambió de perspectiva. Seguían estando allí la soledad, la incomprensión, el no encajar en ningún lado y todo eso, pero al lado del horror por el que pasaban estas madres, carecían del peso que me había estado agobiando.
Ya nada volvería a ser como antes, nunca. Había conocido a las Madres de Plaza de Mayo.